En todos los actos de su vida, en todos los entusiasmos de su Arte, Juan es un preceptor y un lazarillo de las fuerzas de lo Bello que instigan al mundo. Viene a plantar en el núcleo del orbe un nuevo torbellino. Es el que provoca el chorro de corpúsculos que se contonean por el horizonte, que dispara cornetas terrestres al rostro del firmamento.
Junto a las criaturas desamparadas, Él es el Ser Activo. Es el ‘pisón’ pesado y alerta que aun aplana el camino cuando ya nadie en el mundo vive para trabajar.
Y, luego, una especie de alegría articular se inscribe en esa articulación. Una conciencia de pivote permanece en ese hueso descarnado. Esa biela de las caderas aun quisiera girar. Y siempre ocurre lo mismo: las herramientas del movimiento tienen la obsesión de una energía indestructible. ¿Hay mejor prueba de la esencial virtud dinámica de su Obra?
Cuando el ‘mundo destruido’ es visto por un gran Poeta de la fuerza como Juan Carlos Linares Timbalaye, no puede seguir siendo más un mundo inerte. En esos fragmentos, en esos trozos rotos no se aniquila el dinamismo. Los objetos son núcleos de fuerza. El caos no es sino cólera pasajera, ya que la imaginación no puede vivir en un mundo derrotado.
Tal vez no todo esté perdido y los soñadores de la fuerza todavía tengamos aquí que apostar; apostar por el triunfo definitivo del imaginario ‘Timbalayano’, que se antoja aliado de las fuerzas cósmicas, ya que -de nuevo- la imaginación no puede habitar un mundo derrotado. Es justo en ese sentido en el que Juan -el Poeta- nos ofrece una lección de vida.
La magia de sus letras te enreda en una tela de araña cósmica, un velo mediante el cual la araña podría ocultar -con una paciencia infinita- el mar. Un ave imprudente ha dejado allí sus plumas. Sí; ahora ese velo forma parte de un Universo.
Universo que nos ayuda a vivir una especie de dialéctica de la profundidad. Nos ordena dos veces: primero, nos obliga a vibrar, a temblar sobre hilos tensos, y luego, nos manda negar el tejido para ir al fondo del horizonte, para ver la línea horizontal del mar. Tengo la impresión de que, por contemplar demasiado esa imagen, se pueden descoordinar las fibras de acomodación. Mi cristalino se turba ante ese juego de las profundidades. Su Cosmología es verdad dinámica: hace trabajar la mirada.
El universo de Juan es el Cosmos del trabajo. Para él, la función del hombre es cambiar la faz del mundo.
Pero, ya que siempre es necesario que, más allá de todos los dramas, en una obra de arte el ojo encuentre playas y descansos, entre el pulgar y el índice, Juan ha preparado suficiente espacio tranquilo para que se pueda entrever la morada de los hombres.
Esa morada es la llanura, el dominio más grande de los hombres que un día tendrán fraternal confianza en la humanidad. Como Juan es un ser atemporal, en su Obra siempre hay la marca de la dialéctica feliz que lleva de un trabajo sobrehumano a la gran esperanza de una humanidad pacificada.
Laura Fernández, estudiosa de filología y filántropa.
Barcelona-España